lunes, 27 de enero de 2014

The Goddess Test: Aimee Carter

                                                                      Signosis 
Kate y su madre siempre han sido inseparables, pero ahora su madre se está muriendo a causa de un cáncer terminal. Su último deseo es regresar al lugar donde vivió su infancia, de modo que Kate debe comenzar una nueva vida en un pequeño pueblo con la esperanza de que su madre llegue a pasar junto a ella unas navidades más.Cuando parecía que todo estaba perdido, Kate conoce a Henry y es testigo de cómo éste resucita a una joven de entre los muertos. Henry afirma ser Hades, Dios del Inframundo, y hace un pacto con Kate, si ella es capaz de superar las siete pruebas del Consejo y sustituir a Perséfone como reina del Inframundo, él mantendrá a su madre con vida…
Descargalo de aqui:
 http://myobsesionporloslibros.blogspot.mx/2013/03/the-godness-test-amiee-carter.html



Personajes de Medianoche Claudia Gray


domingo, 14 de abril de 2013

CASSANDRA CLARE CIUDAD DE HUESO 1º Cazadores de sombras



CASSANDRA CLARE
CIUDAD DE HUESO

1º Cazadores de sombras  


ARGUMENTO
Cuando la adolescente de quince años, Clary Fray, entra en el Pandemonium Club, en la ciudad de Nueva York, difícilmente podía imaginarse que terminaría siendo testigo de un asesinato, y mucho menos de un asesinato cometido por tres adolescentes con extraños tatuajes y extrañas armas. Clary sabe que debe avisar a la policía, pero es difícil explicar un asesinato cuando el cuerpo desaparece en el aire, sin dejar ni siquiera una gota de sangre, y los asesinos son invisibles para todo el mundo, salvo para ella...

Este es su primer encuentro con los Shadowhunters (Cazadores de Sombras), guerreros dedicados a erradicar a los demonios de la tierra, es también su primer encuentro con Jace, un cazador que luce como un ángel pero se comporta como un idiota… En veinticuatro horas Clary se ve envuelta por el mundo de Jace con una venganza, porque su madre ha desaparecido y fue atacada por un demonio. Pero… ¿por qué los demonios estarían interesados en personas comunes como Clary y su madre? ¿Y cómo de repente Clary consigue la Vista? A los Cazadores les encantaría saberlo.

Premio Yalsa Teens 2008. Demonios, hombres lobo, vampiros, ángeles y hadas conviven en esta trilogía de fantasía urbana donde no falta el romance.


PRIMERA PARTE

Descenso a la oscuridad 
Canté del Caos y la eterna Noche,
Amaestrado por la Musa celeste
A aventurarme hacia el descenso opaco,
Y de nuevo a ascender...

JOHN MILTON, 
El Paraíso perdido.


Pandemónium
—Sin duda estás de broma —dijo el gorila de la puerta, cruzando los brazos sobre el enorme pecho.
Dirigió una mirada amedrentadora al muchacho de la chaqueta roja con cremallera y sacudió la afeitada cabeza. 
—No puedes entrar con eso ahí.
Los aproximadamente cincuenta adolescentes que hacían cola ante el club Pandemónium se inclinaron hacia adelante para poder oír. La espera era larga para entrar en aquel club abierto a todas las edades, en especial en domingo, y no acostumbraba a suceder gran cosa en la cola. Los gorilas eran feroces y caían al instante sobre cualquiera que diera la impresión de estar a punto de causar problemas. Clary Fray, de quince años, de pie en la cola con su mejor amigo, Simón, se inclinó como todos los demás, esperando algo de animación.
—¡Ah, vamos!
El chico enarboló el objeto por encima de la cabeza. Parecía un palo de madera con un extremo acabado en punta. 
—Es parte de mi disfraz. 
El portero del local enarcó una ceja.
—¿Qué es?
El muchacho sonrió ampliamente. Tratándose de Pandemónium, tenía un aspecto de lo más normal, se dijo Clary. Lucía cabellos teñidos de azul eléctrico, que sobresalían en punta alrededor de la cabeza igual que los zarcillos de un pulpo sobresaltado, pero sin complicados tatuajes faciales ni grandes barras de metal atravesándole las orejas o los labios.
—Soy un cazador de vampiros. —Hizo presión sobre el objeto de madera, que se dobló con la facilidad de una brizna de hierba torciéndose hacia un lado—. Es de broma. Gomaespuma. ¿Ves?
Los dilatados ojos del muchacho eran de un verde excesivamente brillante, advirtió Clary: del color del anticongelante, de la hierba en primavera. Lentes de contacto coloreadas, probablemente. El hombre de la puerta se encogió de hombros, repentinamente aburrido.
—Ya. Entra.
El chico se deslizó por su lado, veloz como una anguila. A Clary le gustó el movimiento airoso de sus hombros, el modo en que agitaba los cabellos al moverse. Había una palabra en francés que su madre habría usado para describir al muchacho: insouciant, despreocupado.
—Lo encontrabas guapo —dijo Simón en tono resignado—, ¿verdad?
Clary le clavó el codo en las costillas, pero no respondió.

*     *     *

Dentro, el club estaba lleno de humo de hielo seco. Luces de colores recorrían la pista de baile, convirtiéndola en un multicolor país de las hadas repleto de azules, verdes ácidos, cálidos rosas y dorados.
El chico de la chaqueta roja acarició la larga hoja afilada que tenía en las manos mientras una sonrisa indolente asomaba a sus labios. Había resultado tan fácil... un leve glamour (un encantamiento) en la hoja, para que pareciera inofensiva, otro poco en sus ojos, y en cuanto el encargado de la puerta le hubo mirado directamente, entrar ya no fue un problema. Por supuesto, probablemente habría conseguido pasar sin tomarse tantas molestias, pero formaba parte de la diversión..., engañar a los mundis, haciéndolo todo al descubierto justo frente a ellos, disfrutando de las expresiones de desconcierto de sus rostros bobalicones.
Eso no quería decir que los humanos no fueran útiles. Los ojos verdes del muchacho escudriñaron la pista de baile, donde delgadas extremidades cubiertas con retazos de seda y cuero negro aparecían y desaparecían en el interior de rotantes columnas de humo mientras los mundis bailaban. Las chicas agitaban las largas melenas, los chicos balanceaban las caderas vestidas de cuero y la piel desnuda centelleaba sudorosa. La vitalidad simplemente manaba de ellos, oleadas de energía que le proporcionaban una mareante embriaguez. Sus labios se curvaron. No sabían lo afortunados que eran. No sabían lo que era sobrevivir a duras penas en un mundo muerto, donde el sol colgaba inerte en el cielo igual que un trozo de carbón consumido. Sus vidas brillaban con la misma fuerza que las llamas de una vela... y podían apagarse con la misma facilidad.
La mano se cerró con más fuerza sobre el arma que llevaba, y había empezado a apretar el paso hacia la pista de baile cuando una chica se separó de la masa de bailarines y empezó a avanzar hacia él. Se la quedó mirando. Era hermosa, para ser humana: cabello largo casi del color exacto de la tinta negra, ojos pintados de negro. Un vestido blanco que llegaba hasta el suelo, del estilo que las mujeres llevaban cuando aquel mundo era más joven, con mangas de encaje que se acampanaban alrededor de los delgados brazos. Rodeando el cuello llevaba una gruesa cadena de plata, de la que pendía un colgante rojo oscuro del tamaño del puño de un bebé. Sólo tuvo que entrecerrar los ojos para saber que era auténtico..., auténtico y valioso. La boca se le empezó a hacer agua a medida que ella se le acercaba. La energía vital palpitaba en ella igual que la sangre brotando de una herida abierta. Le sonrió al pasar junto a él, llamándole con la mirada. Se volvió para seguirla, saboreando el imaginario chisporroteo de su muerte en los labios.
 Siempre era fácil. Podía sentir cómo la energía vital se evaporaba de la muchacha para circular por sus venas igual que fuego. ¡Los humanos eran tan estúpidos! Poseían algo muy precioso, y apenas lo protegían. Tiraban por la borda sus vidas a cambio de dinero, de bolsitas que contenían unos polvos, de la sonrisa encantadora de un desconocido. La muchacha era un espectro pálido que se retiraba a través del humo de colores. Llegó a la pared y se volvió, remangándose la falda con las manos, alzándola mientras le sonreía de oreja a oreja. Bajo la falda, llevaba unas botas que le llegaban hasta el muslo.
Fue hacia ella con aire despreocupado, con la piel hormigueando por la cercanía de la muchacha. Vista de cerca, no era tan perfecta. Vio rimel corrido bajo los ojos, el sudor que le pegaba el cabello al cuello. Olió su mortalidad, el olor dulzón de la putrefacción. «Eres mía», pensó.
Una sonrisa fría curvó sus labios. Ella se hizo a un lado, y vio que estaba apoyada en una puerta cerrada. «PROHIBIDA LA ENTRADA», estaba garabateado sobre ella en pintura roja. La muchacha alargó la mano a su espalda en busca del pomo, lo giró y se deslizó al interior. El joven vislumbró cajas amontonadas, cables eléctricos enmarañados. Un trastero. Echó un vistazo a su espalda..., nadie miraba. Mucho mejor si ella deseaba intimidad.
Se introdujo en la habitación tras ella, sin darse cuenta de que le seguían.

*     *     *

—Bien —dijo Simón—, una música bastante buena, ¿eh?
Clary no respondió. Bailaban, o lo que podría pasar por ello (una gran cantidad de balanceos a un lado y a otro con descensos violentos hacia el suelo, como si uno de ellos hubiese perdido una lente de contacto) en un espacio situado entre un grupo de chicos adolescentes ataviados con corsés metálicos y una joven pareja asiática que se pegaba el lote apasionadamente, con las extensiones de colores de ambos entrelazadas entre sí igual que enredaderas. Un muchacho con un piercing labial y una mochila en forma de osito de peluche repartía gratuitamente pastillas de éxtasis de hierbas, con los pantalones paracaidista ondeando bajo la brisa procedente de la máquina de viento. Clary no prestaba mucha atención a lo que les rodeaba; tenía los ojos puestos en el muchacho de los cabellos azules que había conseguido persuadir al portero para que lo dejara entrar. El joven merodeaba por entre la multitud como si buscara algo. Había alguna cosa en el modo en que se movía que le recordaba no sabía qué...
—Yo, por mi parte —siguió diciendo Simón—, me estoy divirtiendo una barbaridad.
Eso parecía improbable. Simón, como siempre, resultaba totalmente fuera de lugar en el club, vestido con vaqueros y una camiseta vieja en cuya parte delantera se leía «MADE IN BROOKLYN». Sus cabellos recién lavados eran de color castaño oscuro en lugar de verdes o rosas, y sus gafas descansaban torcidas sobre la punta de la nariz. Daba más la impresión de ir de camino al club de ajedrez que no de estar reflexionando sobre los poderes de la oscuridad.
—Mmmm... hmm.
Clary sabía perfectamente que la acompañaba a Pandemónium sólo porque a ella le gustaba el lugar, y que él lo consideraba aburrido. Ella ni siquiera estaba segura de por qué le gustaba ese sitio: las ropas, la música lo convertían en algo parecido a un sueño, en la vida de otra persona, en algo totalmente distinto a su aburrida vida real. Pero siempre era demasiado tímida para hablar con nadie que no fuera Simón.
El chico de los cabellos azules empezaba a abandonar la pista de baile. Parecía un poco perdido, como si no hubiese encontrado a la persona que buscaba. Clary se preguntó qué sucedería si se acercaba y se presentaba, si se ofrecía a mostrarle el lugar. A lo mejor se limitaría a mirarla fijamente. O quizá también fuera tímido. Tal vez se sentiría agradecido y complacido, e intentaría no demostrarlo, como hacían los chicos..., pero ella lo sabría. A lo mejor...
El chico de los cabellos azules se irguió de repente, cuadrándose, igual que un perro de caza marcando la presa. Clary siguió la dirección de su mirada, y vio a la muchacha del vestido blanco.
«Ah, vaya —pensó, intentando no sentirse como un globo de colores desinflado—, supongo que eso es todo». La chica era guapísima, la clase de chica que a Clary le habría gustado dibujar: alta y delgada como un palo, con una larga melena negra. Incluso a aquella distancia, Clary pudo ver el colgante rojo que le rodeaba la garganta. Palpitaba bajo las luces de la pista igual que un corazón incorpóreo arrancado del pecho.
—Creo —prosiguió Simón— que esta tarde DJ Bat está realizando un trabajo particularmente excepcional. ¿No estás de acuerdo?
Clary puso los ojos en blanco y no respondió: Simón odiaba la música trance. Clary tenía la atención fija en la muchacha del vestido blanco. Por entre la oscuridad, el humo y la niebla artificial, el pálido vestido brillaba como un faro. No era de extrañar que el chico de los cabellos azules la siguiera como si se hallara bajo un hechizo, demasiado abstraído para reparar en nada más a su alrededor; ni siquiera en las dos figuras oscuras que le pisaban los talones, serpenteando tras él por entre la multitud.
Clary bailó más despacio y miró con atención. A duras penas distinguió que las dos figuras eran muchachos, altos y vestidos de negro. No podría haber dicho cómo sabía que seguían al otro muchacho, pero lo sabía. Lo veía en el modo en que se mantenían tras él, en su atenta vigilancia, en la elegancia furtiva de sus movimientos. Un tímido capullo de aprensión empezó a abrirse en su pecho.
—Por lo pronto —añadió Simón—, quería decirte que últimamente he estado haciendo travestismo. También me estoy acostando con tu madre. Creo que deberías saberlo.
La muchacha había llegado a la pared y abría una puerta con el letrero de «PROHIBIDA LA ENTRADA». Hizo una seña al joven de los cabellos azules para que la siguiera, y ambos se deslizaron al otro lado. No era nada que Clary no hubiese visto antes, una pareja escapándose a los rincones oscuros del club para pegarse el lote; pero hacía que resultara aún más raro que los estuvieran siguiendo.
Se alzó de puntillas, intentando ver por encima de la multitud. Los dos chicos se habían detenido ante la puerta y parecían hablar entre sí. Uno de ellos era rubio, el otro moreno. El rubio introdujo la mano en la chaqueta y sacó algo largo y afilado que centelleó bajo las luces estroboscópicas. Un cuchillo.
—¡Simón! —chilló Clary, y le agarró del brazo.
—¿Qué? —Simón pareció alarmado—. No me estoy acostando realmente con tu madre, ya sabes. Sólo intentaba atraer tu atención. Aunque no es que tu madre no sea una mujer muy atractiva, para su edad.
—¿Ves a esos chicos?
Señaló bruscamente, golpeando casi a una curvilínea muchacha negra que bailaba a poca distancia. La chica le lanzó una mirada malévola.
—Lo siento..., lo siento. —Clary se volvió otra vez hacia Simón—. ¿Ves a esos dos chicos de ahí? ¿Junto a esa puerta?
Simón entrecerró los ojos, luego se encogió de hombros.
—No veo nada.
—Son dos. Estaban siguiendo al chico del cabello azul...
—¿El que pensabas que era guapo?
—Sí, pero ésa no es la cuestión. El rubio ha sacado un cuchillo.
—¿Estás segura? —Simón miró con más intensidad, meneando la cabeza—. Sigo sin ver a nadie.
—Estoy segura.
Repentinamente todo eficiencia, Simón sacó pecho.
—Iré en busca de uno de los guardas de seguridad. Tú quédate aquí.
Marchó a grandes zancadas, abriéndose paso por entre el gentío.
Clary se volvió justo a tiempo de ver al chico rubio franquear la puerta en la que ponía «PROHIBIDA LA ENTRADA», con su amigo pegado a él. Miró a su alrededor; Simón seguía intentando avanzar a empujones por la pista de baile, pero no hacía muchos progresos. Incluso aunque ella gritara ahora, nadie la oiría, y para cuando Simón regresara, algo terrible podría haber sucedido ya. Mordiéndose con fuerza el labio inferior, Clary empezó a culebrear por entre la gente.

*     *     *

—¿Cómo te llamas?
Ella se volvió y sonrió. La tenue luz que había en el almacén se derramaba sobre el suelo a través de altas ventanas con barrotes cubiertos de mugre. Montones de cables eléctricos, junto con pedazos rotos de bolas de discoteca y latas desechadas de pintura, cubrían el suelo.
—Isabelle.
—Es un nombre bonito.
Avanzó hacia ella, pisando con cuidado por entre los cables por si acaso alguno tenía corriente. Bajo la débil luz, la muchacha parecía medio transparente, desprovista de color, envuelta en blanco como un ángel; sería un placer hacerla caer... 
—No te he visto por aquí antes.
—¿Me estás preguntando si vengo por aquí a menudo?
Lanzó una risita tonta, tapándose la boca con la mano. Llevaba una especie de brazalete alrededor de la muñeca, justo bajo el puño del vestido; entonces, al acercarse más a ella, el muchacho vio que no era un brazalete sino un dibujo hecho en la piel, una matriz de líneas en espiral.
Se quedó paralizado. 
—Tú...
No terminó de decirlo. La muchacha se movió con la velocidad del rayo, arremetiendo contra él con la mano abierta, asestando un golpe en su pecho que lo habría derribado sin resuello de haber sido un ser humano. Retrocedió tambaleante, y entonces ella tenía ya algo en la mano, un látigo serpenteante que centelleó dorado cuando lo hizo descender hacia el suelo, enroscándoselo en los tobillos para derribarlo violentamente. El chico se golpeó contra el suelo, retorciéndose mientras el odiado metal se clavaba profundamente en su carne. Ella rió, vigilándole, y de un modo confuso, él se dijo que tendría que haberlo sabido. Ninguna chica humana se habría puesto un vestido como el que llevaba Isabelle, que le servía para cubrir su piel..., toda la piel.
La muchacha dio un fuerte tirón al látigo, asegurándolo. Su sonrisa centelleó igual que agua ponzoñosa.
—Es todo vuestro, chicos.
Una risa queda sonó detrás de él, y a continuación unas manos cayeron sobre su persona, tirando de él para levantarlo, arrojándolo contra uno de los pilares de hormigón. Sintió la húmeda piedra bajo la espalda; le sujetaron las manos a la espalda y le ataron las muñecas con alambre. Mientras forcejeaba, alguien salió de detrás de la columna y apareció ante su vista: un muchacho, tan joven como Isabelle e igual de atractivo. Los ojos leonados le brillaban como pedacitos de ámbar.
—Bien —dijo el muchacho—. ¿Hay más contigo?
El chico de los cabellos azules sintió cómo la sangre manaba bajo el metal demasiado apretado, volviéndole resbaladizas las muñecas.
—¿Más qué?
—Vamos, habla.
El muchacho de los ojos leonados alzó las manos, y las mangas oscuras resbalaron hacia abajo, mostrando las runas dibujadas con tinta que le cubrían las muñecas, el dorso y las palmas de las manos.
—Sabes lo que soy.
Muy atrás en el interior de su cráneo, el segundo juego de dientes del muchacho esposado empezó a rechinar.
—Cazador de sombras —siseó.
El otro muchacho sonrió de oreja a oreja.
—Te pillamos —dijo.

  *     *     *

Clary empujó la puerta del almacén y entró. Por un momento pensó que estaba desierto. Las únicas ventanas estaban muy arriba y tenían barrotes; débiles ruidos procedentes de la calle llegaban a través de ellas; el sonido de bocinas de coches y frenos que chirriaban. La habitación olía a pintura vieja, y la gruesa capa de polvo que cubría el suelo estaba marcada con huellas de zapatos desdibujadas. «Aquí no hay nadie», comprendió, mirando a su alrededor con perplejidad. Hacía frío en la habitación, a pesar del calor de agosto del exterior. Tenía la espalda cubierta de sudor helado. Dio un paso al frente, y el pie se le enredó en unos cables eléctricos. Se inclinó para liberar la zapatilla de deporte de los cables... y oyó voces. La risa de una chica, un chico que respondía con dureza. Cuando se irguió, los vio. Fue como si hubieran cobrado vida entre un parpadeo y el siguiente. Estaba la chica del vestido blanco largo y la melena negra que le caía por la espalda igual que algas húmedas, y los dos chicos la acompañaban: el alto de cabello negro como el de ella y el otro más bajo y rubio, cuyo pelo brillaba igual que el latón bajo la tenue luz que entraba por las ventanas de arriba. El muchacho rubio estaba de pie con las manos en los bolsillos, de cara al chico punk, que estaba atado a una columna con lo que parecía una cuerda de piano, las manos estiradas detrás de él y las piernas atadas por los tobillos. Tenía el rostro tirante por el dolor y el miedo.
Con el corazón martilleándole en el pecho, Clary se agachó detrás del pilar de hormigón más cercano y miró desde allí. Vio cómo el muchacho rubio se paseaba de un lado a otro, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Bueno —dijo—, todavía no me has dicho si hay algún otro de tu especie contigo.
«¿Tu especie?» Clary se preguntó de qué estaría hablando. Quizá hubiese tropezado con una guerra entre bandas. 
—No sé de qué estás hablando.
El tono del chico de cabellos azules era angustiado, pero también arisco.
 —Se refiere a otros demonios —intervino el chico moreno, hablando por primera vez—. Sabes qué es un demonio, ¿verdad?
El muchacho atado a la columna movió la cabeza, mascullando por lo bajo.
—Demonios —dijo el chico rubio, arrastrando la voz a la vez que trazaba la palabra en el aire con el dedo—. Definidos en términos religiosos como moradores del infierno, los siervos de Satán, pero entendidos aquí, para los propósitos de la Clave, como cualquier espíritu maligno cuyo origen se encuentra fuera de nuestra propia dimensión de residencia...
—Eso es suficiente, Jace —indicó la chica.
—Isabelle tiene razón —coincidió el muchacho más alto—. Nadie aquí necesita una lección de semántica... ni de demonología.
«Están locos —pensó Clary—. Locos de verdad.»
Jace alzó la cabeza y sonrió. Hubo algo feroz en su gesto, algo que recordó a Clary documentales sobre leones que había contemplado en el Discovery Channel, el modo en que los grandes felinos alzaban la cabeza y olfateaban el aire en busca de presa.
—Isabelle y Alec creen que hablo demasiado —comentó Jace en tono confidencial—. ¿Crees tú que hablo demasiado?
El muchacho de los cabellos azules no respondió. Su boca seguía moviéndose.
—Podría daros información —dijo—. Sé dónde está Valentine.
Jace echó una mirada atrás a Alec, que se encogió de hombros.
—Valentine está bajo tierra —indicó Jace—. Esa cosa sólo está jugando con nosotros.
Isabelle sacudió la melena.
—Mátalo, Jace —dijo—, no va a contarnos nada.
Jace alzó la mano, y Clary vio centellear una luz tenue en el cuchillo que empuñaba. Era curiosamente traslúcido, la hoja transparente como el cristal, afilada como un fragmento de vidrio, la empuñadura engastada con piedras rojas.
El muchacho atado lanzó un grito ahogado.
 —¡Valentine ha vuelto! —protestó, tirando de las ataduras que le sujetaban las manos a la espalda—. Todos los Mundos Infernales lo saben..., yo lo sé..., puedo deciros dónde está...
La cólera llameó repentinamente en los gélidos ojos de Jace.
—Por el Ángel, siempre que capturamos a uno de vosotros, cabrones, afirmáis saber dónde está Valentine. Bueno, nosotros también sabemos dónde está. Está en el infierno. Y tú... —Giró el cuchillo que sujetaba, cuyo filo centelleó como una línea de fuego—, tú puedes reunirte con él allí.
Clary no pudo aguantar más y salió de detrás de la columna. 
—¡Deteneos! —gritó—. No podéis hacer esto. 
Jace se volvió en redondo, tan sobresaltado que el cuchillo le salió despedido de la mano y repiqueteó contra el suelo de hormigón. Isabelle y Alec se dieron la vuelta con él, mostrando idéntica expresión de estupefacción. El muchacho de cabellos azules se quedó suspendido de sus ataduras, aturdido y jadeante. Alec fue el primero en hablar.
—¿Qué es esto? —exigió, pasando la mirada de Clary a sus compañeros, como si ellos debieran saber qué hacía ella allí.
—Es una chica —dijo Jace, recuperando la serenidad—. Seguramente habrás visto chicas antes, Alec. Tu hermana Isabelle es una. —Dio un paso para acercarse más a Clary, entrecerrando los ojos como si no pudiera creer del todo lo que veía—. Una mundi —declaró, medio para sí—. Y puede vernos.
—Claro que puedo veros —replicó Clary—. No estoy ciega, sabes. 
—Ah, pero sí lo estás —dijo Jace, inclinándose para recoger su cuchillo—. Simplemente no lo sabes. —Se irguió—. Será mejor que salgas de aquí, si sabes lo que es bueno para ti.
—No voy a ir a ninguna parte —repuso Clary—. Si lo hago, le mataréis.
Señaló al muchacho de cabellos azules.
—Es cierto —admitió Jace, haciendo girar el cuchillo entre los dedos—. ¿Qué te importa a tí si le mato o no?

—Pu… pues... —farfulló ella—. Uno no puede ir por ahí matando gente.
—Tienes razón —dijo Jace—. Uno no puede ir por ahí matando gente.
Señaló al muchacho de cabellos azules, cuyos ojos eran unas simples rendijas. Clary se preguntó si se habría desmayado.
—Eso no es una persona, niñita. Puede parecer una persona y hablar como una persona, y tal vez incluso sangrar como una persona. Pero es un monstruo.
—Jace —dijo Isabelle en tono amonestador—, es suficiente.
—Estás loco —replicó Clary, alejándose de él—. He llamado a la policía, ¿sabes? Estarán aquí en cualquier momento.
—Miente —dijo Alec, pero había duda en su rostro—. Jace, crees...
No llegó a terminar la frase. En ese momento el muchacho de cabellos azules, con un grito agudo y penetrante, se liberó de las sujeciones que lo ataban a la columna y se arrojó sobre Jace.
Cayeron al suelo y rodaron juntos, el muchacho de cabellos azules arañando a Jace con manos que centelleaban como si sus extremos fueran de metal. Clary retrocedió, deseando huir, pero los pies se le enredaron en una lazada de cable eléctrico y cayó al suelo; el golpe la dejó sin respiración. Oyó chillar a Isabelle y, rodando sobre sí misma, vio al chico de cabellos azules sentado sobre el pecho de Jace. Brillaba sangre en las puntas de sus garras, afiladas como cuchillas.
Isabelle y Alec corrían hacia ellos, con Isabelle blandiendo un látigo. El muchacho de cabellos azules intentó acuchillar el rostro de Jace con las garras extendidas. El caído alzó un brazo para protegerse, y las garras se lo rasgaron, salpicando sangre. El muchacho de cabellos azules volvió a atacar... y el látigo de Isabelle descendió sobre su espalda. El muchacho lanzó un chillido y cayó hacia un lado.
Veloz como el chasquido del látigo de Isabelle, Jace rodó sobre sí mismo. Brilló un arma en su mano y hundió el cuchillo en el pecho del chico de cabellos azules. Un líquido negruzco estalló alrededor de la empuñadura. El muchacho se arqueó por encima del suelo, gorgoteando y retorciéndose. Jace se puso en pie, con una mueca en la cara. Su camisa negra era ahora más negra en algunos lugares empapados de sangre. Bajó la mirada hacia la figura que se contorsionaba a sus pies, alargó el brazo y arrancó el cuchillo. La empuñadura estaba recubierta de líquido negro.
Los ojos del muchacho de cabellos azules se abrieron con un parpadeo; fijos en Jace, parecían arder.
—Que así sea —siseó entre dientes—: Los repudiados se os llevarán a todos.
Jace pareció gruñir. Al muchacho se le pusieron los ojos en blanco y su cuerpo empezó a dar sacudidas y a moverse espasmódicamente mientras se encogía, doblándose sobre sí mismo, empequeñeciéndose más y más hasta que desapareció por completo.
Clary se puso en pie apresuradamente, liberándose de un puntapié del cable eléctrico. Empezó a retroceder. Ninguno de ellos le prestaba atención. Alec había llegado junto a Jace y le sostenía el brazo tirando de la manga, probablemente intentando echar un buen vistazo a la herida. Clary se volvió para echar a correr... y se encontró con Isabelle, que le cerraba el paso con el látigo cuya dorada longitud estaba manchada de fluido negro en la mano. Lo hizo chasquear en dirección a Clary; el extremo se le enroscó alrededor de la muñeca y le dio un fuerte tirón. Clary lanzó una exclamación ahogada de dolor y sorpresa.
—Pequeña mundi estúpida —masculló Isabelle—. Podrías haber hecho que mataran a Jace.
—Está loco —dijo Clary, intentando echar la muñeca hacia atrás.
El látigo se le hundió más profundamente en la carne.
—Estáis todos locos. ¿Qué os creéis que sois, un grupo de vigilantes asesinos? La policía...
—La policía no acostumbra a interesarse a menos que le presentes un cadáver —indicó Jace.
 Sosteniendo el brazo contra el pecho, el muchacho se abrió paso a través del suelo cubierto de cables en dirección a Clary. Alec iba tras él, con una expresión ceñuda en el rostro.
Clary echó una ojeada al punto en el que el muchacho había decrecido, y no dijo nada. Ni siquiera quedaba allí una manchita de sangre; nada que mostrara que el muchacho había existido alguna vez.
—Regresan a sus dimensiones de residencia al morir —explicó Jace—. Por si tenías curiosidad.
—Jace —siseó Alec—, ten cuidado.
Jace le apartó el brazo. Una truculenta ristra de motas de sangre le marcaba el rostro. A Clary seguía recordándole a un león, con los ojos claros y separados, y los cabellos de un dorado tostado.
—Puede vernos, Alec —replicó—. Sabe ya demasiado.
—Así pues, ¿qué quieres que haga con ella? —inquirió Isabelle.
—Dejarla ir —respondió Jace en voz baja.
Isabelle le lanzó una mirada sorprendida, casi enojada, pero no discutió. El látigo resbaló de la muñeca, liberándole el brazo a Clary, que se frotó la dolorida extremidad y se preguntó cómo diablos iba a conseguir salir de allí.
—Quizá deberíamos llevarla de vuelta con nosotros —sugirió Alec—. Apuesto a que Hodge querría hablar con ella.
—Ni hablar de llevarla al Instituto —dijo Isabelle—. Es una mundi.
—¿Lo es? —inquirió Jace con suavidad.
Su tono sosegado era peor que la brusquedad de Isabelle o la cólera de Alec.
—¿Has tenido tratos con demonios, niñita? ¿Has paseado con brujos, conversado con los Hijos de la Noche? ¿Has...?
—No me llamo «niñita» —le interrumpió Clary—. Y no tengo ni idea de qué estás hablando.
«¿No la tienes? —dijo una voz en el interior de su cabeza—. Viste evaporarse a ese chico. Jace no está loco..., simplemente desearías que lo estuviera.»
—No creo en... demonios, o en lo que sea que tú...
—¿Clary?
Era la voz de Simón. Ésta se volvió en redondo y lo vio de pie junto a la puerta del almacén. Le acompañaba uno de los fornidos porteros que habían estado sellando manos en la puerta de entrada.
—¿Estás bien? —La miró escrutador a través de la penumbra—. ¿Por qué estás aquí sola? ¿Qué ha sucedido con los tipos..., ya sabes, los de los cuchillos?
Clary le miró con asombro, luego miró detrás de ella, donde Jace, Isabelle y Alec permanecían en pie, Jace todavía con la camisa ensangrentada y el cuchillo en la mano. El muchacho le sonrió de oreja a oreja y le dedicó un encogimiento de hombros en parte de disculpa, en parte burlón. Era evidente que no le sorprendía que ni Simón ni el portero pudieran verlos.
De algún modo, tampoco le sorprendía a Clary. Volvió otra vez la cabeza lentamente hacia Simón, sabiendo el aspecto que debía de ofrecerle, allí de pie sola en una húmeda habitación de almacenaje, con los pies enredados en cables eléctricos de plástico brillante.
—Me ha parecido que entraban aquí —contestó sin convicción—. Pero supongo que no ha sido así. Lo siento. —Pasó rápidamente la mirada de Simón, cuya expresión empezaba a cambiar de preocupada a incómoda, al portero, que simplemente parecía enojado—. Ha sido una equivocación.
Detrás de ella, Isabelle lanzó una risita divertida.


 —No lo creo —dijo tozudamente Simón mientras Clary, de pie en el bordillo, intentaba desesperadamente parar un taxi. Los barrenderos habían pasado por Orchard mientras ellos estaban dentro del club, y la calle mostraba un negro barniz de agua oleosa.
—Lo sé —convino ella—. Lo normal sería que hubiera algún taxi. ¿Adónde va todo el mundo un domingo a medianoche? —Se volvió él encogiéndose de hombros—. ¿Crees que tendremos más suerte en Houston?
—No hablo de los taxis —repuso Simón—. Tú..., no te creo. No creo que esos tipos de los cuchillos simplemente desaparecieran.
Clary suspiró. 
—A lo mejor no había tipos con cuchillos, Simón. Quizá simplemente lo imaginé todo.
—Ni hablar. —Simón alzó la mano por encima de la cabeza, pero los taxis que se aproximaban pasaron zumbando por su lado, lanzando una rociada de agua sucia—. Vi tu cara cuando entré en ese almacén. Parecías realmente alucinada, como si hubieras visto un fantasma.
Clary pensó en Jace con sus ojos de león. Se echó un vistazo a la muñeca, circundada por una fina línea roja a modo de brazalete en el punto en el que el látigo de Isabelle se había enroscado. «No, un fantasma no —pensó—. Algo aún más fantástico que eso.»
—Fue sólo una equivocación —insistió en tono cansino.
Se preguntó por qué no le estaba contando la verdad. Excepto, claro, que él pensaría que estaba loca. Y había algo en lo que había sucedido; algo en la sangre negra borboteando alrededor del cuchillo de Jace, algo en su voz cuando le había dicho «¿Has conversado con los Hijos de la Noche?», que quería guardar para sí.
—Bueno, pues fue una equivocación de lo más embarazosa —repuso Simón, y echó una ojeada atrás, hacia el club, desde donde una fina cola todavía salía sigilosamente por la puerta y llegaba hasta mitad de la manzana—. Dudo que vuelvan a dejarnos entrar jamás en Pandemónium.
—¿Qué te importa eso a ti? Odias Pandemónium.
Clary volvió a alzar la mano cuando una forma amarilla fue hacia ellos a toda velocidad por entre la niebla. En esta ocasión, no obstante, el taxi frenó con un chirrido en la esquina, con el conductor presionando la bocina como si necesitara atraer su atención. 
—Por fin tenemos suerte.
Simón abrió la portezuela de un tirón y se deslizó al interior del asiento trasero, forrado de plástico. Clary le siguió, inhalando el familiar olor a humo rancio de cigarrillo, cuero y fijador de pelo de los taxis de Nueva York.
—Vamos a Brooklyn —indicó Simón al taxista, y luego volvió la cabeza hacia Clary—. Oye, sabes que puedes contarme cualquier cosa, ¿de acuerdo?
Ella vaciló un instante, luego asintió.
—Seguro, Simón —respondió—, sé que puedo hacerlo.
Cerró la portezuela de un golpe tras ella, y el taxi se puso en marcha, perdiéndose en la noche. esta saga se compone de 6 libros que son:
  1. Ciudad de Hueso.
  2. Ciudad de Ceniza.
  3. Ciudad de Cristal.
  4. Ciudad de los Ángeles Caídos.
  5. Ciudad de las Almas Perdidas.
  6. Ciudad del fuego Celestial. (19 de marzo de 2014) darle un pinchaso en el nombre para leerlo online

sábado, 13 de abril de 2013

Luna Nueva Stephenie Meyer Prefacio y cap 1


Stephenie Meyer Luna Nueva
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Los placeres violentos terminan en la violencia,

y tienen en su triunfo su propia muerte, del mismo modo
que se consumen el fuego y la pólvora
en un beso voraz.
Romeo y Julieta, acto II, escena VI
Stephenie Meyer Luna Nueva

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Prefacio
Me sentía atrapada en una de esas pesadillas aterradoras en las que tienes que
correr, correr hasta que te arden los pulmones, sin lograr desplazarte nunca a la
velocidad necesaria. Las piernas parecían moverse cada vez más despacio mientras
me esforzaba por avanzar entre la multitud indiferente, pero aun así, las manecillas
del gran reloj de la torre seguían avanzando, no se detenían; inexorables e insensibles
se aproximaban hacia el final, hacia el final de todo.
Pero esto no era un sueño y, a diferencia de las pesadillas, no corría para salvar
mi vida; corría para salvar algo infinitamente más valioso. En ese momento, incluso
mi propia vida parecía tener poco significado para mí.
Alice había predicho que existían muchas posibilidades de que las dos
muriéramos allí. Tal vez el resultado habría sido bien diferente si aquel sol
deslumbrante no la hubiera retenido, de modo que sólo yo era libre de cruzar aquella
plaza iluminada y atestada de gente.
Y no podía correr lo bastante rápido...
... por lo que no me importaba demasiado que estuviéramos rodeados por
nuestros enemigos, extraordinariamente poderosos. Supe que era demasiado tarde
cuando el reloj comenzó a dar la hora y sus campanadas hicieron vibrar el enlosado
que pisaban mis pies —demasiado lentos—. Entonces me alegré de que más de un
vampiro ávido de sangre me estuviera esperando por los alrededores. Si esto salía
mal, a mí ya no me quedarían deseos de seguir viviendo.
El reloj siguió dando la hora mientras el sol caía a plomo en la plaza desde el
centro exacto del cielo.
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La fiesta
Estaba segura de que era un sueño en un noventa y nueve por ciento.
Las razones de esa certeza casi absoluta eran, en primer lugar, que permanecía
en pie recibiendo de pleno un brillante rayo de sol, la clase de sol intenso y cegador
que nunca brillaba en mi actual hogar de Forks, Washington, donde siempre
lloviznaba; y en segundo lugar, porque estaba viendo a mi abuelita Marie, que había
muerto hacía seis años. Esto, sin duda, ofrecía una seria evidencia a favor de la teoría
del sueño.
La abuela no había cambiado mucho. Su rostro era tal y como lo recordaba; la
piel suave tenía un aspecto marchito y se plegaba en un millar de finas arrugas
debajo de las cuales se traslucía con delicadeza el hueso, como un melocotón seco,
pero aureolado con una mata de espeso pelo blanco de aspecto similar al de una
nube.
Nuestros labios —los suyos fruncidos en una miríada de arrugas— se curvaron
a la vez con una media sonrisa de sorpresa. Al parecer, tampoco ella esperaba verme.
Estaba a punto de preguntarle algo, era tanto lo que quería saber... ¿Qué hacía
en mi sueño? ¿Dónde había permanecido los últimos seis años? ¿Estaba bien el
abuelo? ¿Se habían encontrado dondequiera que estuvieran? Pero ella abrió la boca al
mismo tiempo que yo y me detuve para dejarla hablar primero. Ella hizo lo mismo y
ambas sonreímos, ligeramente incómodas.
—¿Bella?
No era ella la que había pronunciado mi nombre, por lo que ambas nos
volvimos para ver quién se unía a nuestra pequeña reunión. En realidad, yo no
necesitaba mirar para saberlo. Era una voz que habría reconocido en cualquier lugar,
y a la que también hubiera respondido, ya estuviera dormida o despierta. .. o incluso
muerta, estoy casi segura. La voz por la que habría caminado sobre el fuego o, con
menos dramatismo, por la que chapotearía todos los días de mi vida entre el frío y la
lluvia incesante.
Edward.
Aunque me moría de ganas por verle —consciente o no— y estaba casi segura
de que se trataba de un sueño, me entró el pánico a medida que Edward se acercaba
a nosotras caminando bajo la deslumbrante luz del sol.
Me asusté porque la abuela ignoraba que yo estaba enamorada de un vampiro
—nadie lo sabía— y no se me ocurría la forma de explicarle el hecho de que los
brillantes rayos del sol se quebraran sobre su piel en miles de fragmentos de arco iris,
como si estuviera hecho de cristal o de diamante.
Bien, abuelita, quizás te hayas dado cuenta de que mi novio resplandece. Es algo que le
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pasa cuando se expone al sol, pero no te preocupes...
Pero ¿qué hacía él aquí? La única razón de que viviera en Forks, el lugar más
lluvioso del mundo, era poder salir a la luz del día sin que quedara expuesto el
secreto de su familia. Sin embargo, ahí estaba; se acercaba, como si yo estuviera sola,
con ese andar suyo tan grácil y despreocupado y esa hermosísima sonrisa en su
angelical rostro.
En ese momento deseé no ser la excepción de su misterioso don. En general,
agradecía ser la única persona cuyos pensamientos no podía oír con la misma
claridad que si los expresara en voz alta, pero ahora hubiera deseado que oyera el
aviso que le gritaba en mi fuero interno.
Lancé una mirada aterrada a la abuela y me percaté de que era demasiado
tarde. En ese instante, ella se volvió para mirarme y sus ojos expresaron la misma
alarma que los míos.
Edward continuó sonriendo de esa forma tan arrebatadora que hacía que mi
corazón se desbocase y pareciera a punto de estallar dentro de mi pecho. Me pasó el
brazo por los hombros y se volvió para mirar a mi abuela.
Su expresión me sorprendió. Me miraba avergonzada, como si esperara una
reprimenda, en vez de horrorizarse. Mantuvo aquel extraño gesto y separó
torpemente un brazo del cuerpo; luego, lo alargó y curvó en el aire como si abrazara
a alguien a quien no podía ver, alguien invisible...
Sólo me percaté del marco que rodeaba su figura al contemplar la imagen desde
una perspectiva más amplia. Sin comprender aún, alcé la mano que no rodeaba la
cintura de Edward y la acerqué para tocar a mi abuela. Ella repitió el movimiento de
forma exacta, como en un espejo. Pero donde nuestros dedos hubieran debido
encontrarse, sólo había frío cristal...
El sueño se convirtió en una pesadilla de forma brusca y vertiginosa.
Ésa no era la abuela.
Era mi imagen reflejada en un espejo. Era yo, anciana, arrugada y marchita.
Edward permanecía a mi lado sin reflejarse en el espejo, insoportablemente
hermoso a sus diecisiete años eternos.
Apretó sus labios fríos y perfectos contra mi mejilla decrépita.
—Feliz cumpleaños —susurró.
Me desperté sobresaltada, jadeante y con los ojos a punto de salirse de las
órbitas. Una mortecina luz gris, la luz propia de una mañana nublada, sustituyó al
sol cegador de mi pesadilla.
Sólo ha sido un sueño, me dije. Sólo ha sido un sueño. Tomé aire y salté de la cama
cuando se me pasó el susto. El pequeño calendario de la esquina del reloj me mostró
que todavía estábamos a trece de septiembre.
Era sólo un sueño pero, sin duda, profético, al menos en un sentido. Era el día
de mi cumpleaños. Acababa de cumplir oficialmente dieciocho años.
Había estado temiendo este día durante meses.
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Durante el perfecto verano —el verano más feliz que he tenido jamás, el más
feliz que nadie nunca haya podido tener y el más lluvioso de la historia de la
península Olympic— esta fecha funesta había estado acechándome, preparada para
saltar.
Y ahora que por fin había llegado, resultaba aún peor de lo que temía. Casi
podía sentirlo: era mayor. Cada día envejecía un poco más, pero hoy era diferente y
notablemente peor. Tenía dieciocho años.
Los que Edward nunca llegaría a cumplir.
Cuando fui a lavarme los dientes, casi me sorprendió que el rostro del espejo no
hubiera cambiado. Examiné a conciencia la piel marfileña de mi rostro en busca de
algún indicio inminente de arrugas. Sin embargo, no había otras que las de mi frente,
y comprendí que desaparecerían si me relajaba, pero no podía. La desazón se había
aposentado en mi ceño hasta formar una línea de preocupación encima de los
ansiosos ojos marrones.
Sólo ha sido un sueño, me recordé una vez más. Sólo un sueño, y también mi peor
pesadilla.
Con las prisas por salir de casa lo antes posible, me salté el desayuno. No me
encontraba con ánimo de enfrentarme a mi padre y tener que pasar unos minutos
fingiendo estar contenta. Intentaba sentirme sinceramente entusiasmada con los
regalos que le había pedido que no me hiciera, pero notaba que estaba a punto de
llorar cada vez que debía sonreír.
Hice un esfuerzo para sosegarme mientras conducía camino del instituto.
Resultaba difícil olvidar la visión de la abuelita —no podía pensar en ella como si
fuera yo— y sólo pude sentir desesperación cuando entré en el conocido
aparcamiento que se extendía detrás del instituto de Forks y descubrí a Edward
inmóvil, recostado contra su pulido Volvo plateado como un tributo de marfil
consagrado a algún olvidado dios pagano de la belleza. El sueño no le hacía justicia.
Y estaba allí esperándome sólo a mí, igual que cualquier otro día.
La desesperación se disipó momentáneamente y la sustituyó el embeleso.
Después del casi medio año que llevábamos juntos, todavía no podía creerme que
mereciera tener tanta suerte.
Su hermana Alice estaba a su lado, esperándome también.
Edward y Alice no estaban emparentados de verdad, por supuesto —la historia
que corría por Forks era que los retoños de los Cullen habían sido adoptados por el
doctor Carlisle Cullen y su esposa Esme, ya que ambos tenían un aspecto
excesivamente joven como para tener hijos adolescentes—, aunque su piel tenía el
mismo tono de palidez, sus ojos el mismo extraño matiz dorado y las mismas ojeras
marcadas y amoratadas. El rostro de Alice, al igual que el de Edward, era de una
hermosura asombrosa, y estas similitudes los delataban a los ojos de alguien que,
como yo, sabía qué eran.
Puse cara de pocos amigos al ver a Alice esperándome allí, con sus ojos de color
tostado brillando de excitación y una pequeña caja cuadrada envuelta en papel
plateado en las manos. Le había dicho que no quería nada, nada, ni regalos ni ningún
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otro tipo de atención por mi cumpleaños. Evidentemente, había ignorado mis deseos.
Cerré de un golpe la puerta de mi Chevrolet del 53 y una lluvia de motas de
óxido revoloteó hasta la cubierta de color negro. Después me dirigí lentamente hacia
donde me aguardaban. Alice saltó hacia delante para encontrarse conmigo; su cara
de duende resplandecía bajo el puntiagudo pelo negro.
—¡Feliz cumpleaños, Bella!
—¡Shhh! —bisbiseé mientras miraba alrededor del aparcamiento para
cerciorarme de que nadie la había oído. Lo último que me apetecía era cualquier
clase de celebración del luctuoso evento.
Ella me ignoró.
—¿Cuándo quieres abrir tu regalo? ¿Ahora o luego? —me preguntó
entusiasmada mientras caminábamos hacia donde nos esperaba Edward.
—No quiero regalos —protesté con un hilo de voz.
Al fin, pareció darse cuenta de cuál era mi estado de ánimo.
—Vale..., tal vez luego. ¿Te ha gustado el álbum de fotografías que te ha
enviado tu madre? ¿Y la cámara de Charlie?
Suspiré. Por descontado, ella debía de saber cuáles iban a ser mis regalos de
cumpleaños. Edward no era el único miembro de la familia dotado de extrañas
cualidades. Seguramente Alice habría «visto» lo que mis padres planeaban regalarme
en cuanto lo hubieran decidido.
—Sí, son maravillosos.
—A mí me parece una idea estupenda. Sólo te haces mayor de edad una vez en
la vida, así que lo mejor es documentar bien la experiencia.
—¿Cuántas veces te has hecho tú mayor de edad?
—Eso es distinto.
Entonces llegamos a donde estaba Edward, que me tendió la mano. La tomé
con ganas, olvidando por un momento mi pesadumbre. Su piel era suave, dura y
helada, como siempre. Le dio a mis dedos un apretón cariñoso. Me sumergí en sus
líquidos ojos de topacio y mi corazón sufrió otro apretón aunque bastante menos
dulce.
Él sonrió al escuchar el tartamudeo de los latidos de mi corazón. Levantó la
mano libre y recorrió el contorno de mis labios con el gélido extremo de uno de sus
dedos mientras hablaba.
—Así que, tal y como me impusiste en su momento, no me permites que te
felicite por tu cumpleaños, ¿correcto?
—Sí, correcto —nunca conseguiría imitar, ni siquiera de lejos, su perfecta y
formal facilidad de expresión. Eso era algo que solamente podía adquirirse en un
siglo pretérito.
—Sólo me estaba asegurando —se pasó la mano por su despeinado cabello de
color bronce—. Podrías haber cambiado de idea. La mayoría de la gente disfruta con
cosas como los cumpleaños y los regalos.
Alice rompió a reír y su risa se alzó como un sonido plateado, similar al repique
del viento.
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—Pues claro que lo disfruta. Se supone que hoy todo el mundo se va a portar
bien contigo y te dejará hacer lo que quieras, Bella. ¿Qué podría ocurrir de malo? —
lanzó la frase como una pregunta retórica.
—Pues hacerme mayor —contesté de todos modos, y mi voz no fue tan firme
como me hubiera gustado.
A mi lado, la sonrisa de Edward se tensó hasta convertirse en una línea dura.
—Tener dieciocho años no es ser muy mayor —dijo Alice—. Tenía entendido
que, por lo general, las mujeres no se sentían mal por cumplir años hasta llegar a los
veintinueve.
—Es ser mayor que Edward —mascullé.
Él suspiró.
—Técnicamente —dijo ella sin perder su tono desenfadado—, ya que sólo lo
adelantas en un año de nada.
Se suponía que... si estaba segura del futuro que deseaba, segura de pasarlo
para siempre con Edward, Alice y el resto de los Cullen (mejor si no era como una
menuda anciana arrugada) ... uno o dos años arriba o abajo no me importarían
demasiado. Pero Edward se había cerrado en banda respecto a cualquier clase de
futuro que incluyera mi transformación. Cualquier futuro que me hiciera como él,
inmortal igual que él.
Un impasse, lo llamaría Edward.
Para ser sinceros, la verdad es que no entendía su punto de vista. ¿Qué tenía de
bueno la mortalidad? Convertirse en vampiro no parecía una cosa tan horrible, al
menos no a la manera de los Cullen.
—¿A qué hora vendrás a casa? —continuó Alice, cambiando de tema. A juzgar
por su expresión, ya se había dado cuenta de qué era lo que yo estaba intentando
evitar.
—No sabía que tuviera que ir allí.
—¡Oh, por favor, Bella, no te pongas difícil! —se quejó ella—. No nos irás a
arruinar toda la diversión poniendo esa cara, ¿verdad?
—Creía que mi cumpleaños era para tener lo que yo deseara.
—La llevaré desde casa de Charlie justo después de que terminemos las clases
—le dijo Edward, ignorándome sin esfuerzo.
—Tengo que trabajar —protesté.
—En realidad, no —repuso Alice con aire de suficiencia—, ya he hablado con la
señora Newton sobre eso. Te cambiará el turno en la tienda. Me dijo que te deseara
un feliz cumpleaños.
—Pero... pero es que no puedo dejarlo —tartamudeé mientras buscaba
desesperadamente una excusa—. Lo cierto es que, bueno, todavía no he visto Romeo y
Julieta para la clase de Literatura.
Alice resopló con impaciencia.
—Te sabes Romeo y Julieta de memoria.
—Pero el señor Berty dice que necesitamos verlo representado para ser capaces
de apreciarlo en su integridad, ya que ésa era la forma en que Shakespeare quiso que
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se hiciera.
Edward puso los ojos en blanco.
—Pero si ya has visto la película —me acusó Alice.
—No en la versión de los sesenta. El señor Berty aseguró que era la mejor.
Finalmente, Alice perdió su sonrisa satisfecha y me miró fijamente.
—Mira, puedes ponértelo difícil o fácil, tú verás, pero de un modo u otro...
Edward interrumpió su amenaza.
—Tranquilízate, Alice. Si Bella quiere ver una película, que la vea. Es su
cumpleaños.
—Así es —añadí.
—La llevaré sobre las siete —continuó él—. Os dará más tiempo para
organizado todo.
La risa de Alice resonó de nuevo.
—Eso suena bien. ¡Te veré esta noche, Bella! Verás como te lo pasas bien —
esbozó una gran sonrisa, una sonrisa amplia que expuso sus perfectos y
deslumbrantes dientes; luego me pellizcó una mejilla y salió disparada hacia su clase
antes de que pudiera contestarle.
—Edward, por favor... —comencé a suplicar, pero él puso uno de sus dedos
fríos sobre mis labios.
—Ya lo discutiremos luego. Vamos a llegar tarde a clase.
Nadie se molestó en mirarnos mientras nos acomodábamos al final del aula en
nuestros asientos de costumbre. Ahora estábamos juntos en casi todas las clases —era
sorprendente los favores que Edward conseguía de las mujeres de la
administración—. Edward y yo llevábamos saliendo juntos demasiado tiempo como
para ser objeto de habladurías. Ni siquiera Mike Newton se molestó en dirigirme la
mirada apesadumbrada con la que solía hacerme sentir culpable; en vez de eso,
ahora me sonreía y yo estaba contenta de que, al parecer, hubiera aceptado que sólo
podíamos ser amigos. Mike había cambiado ese verano; los pómulos resaltaban más
ahora que su rostro se había estirado, y era distinta la forma en que peinaba su
cabello rubio: en lugar de llevarlo pinchudo, se lo había dejado más largo y
modelado con gel en una especie de desaliño casual. Era fácil ver dónde se había
inspirado, aunque el aspecto de Edward era algo inalcanzable por simple imitación.
Conforme avanzaba el día, consideré todas las formas de eludir lo que se
estuviera preparando en la casa de los Cullen aquella noche. El hecho en sí ya era lo
bastante malo como para celebrarlo; máxime cuando, en realidad, no estaba de
humor para fiestas, y peor aún, cuando lo más probable es que éstas incluyeran
convertirme en el centro de atención y hacerme regalos.
Nunca es bueno que te presten atención —seguramente, cualquier patoso tan
proclive como yo a los accidentes pensará lo mismo—. Nadie desea convertirse en
foco de nada si tiene tendencia a que se le caiga todo encima.
Además, había pedido con toda claridad (en realidad, había ordenado
expresamente) que nadie me regalara nada ese año. Y parecía que Charlie y Renée no
habían sido los únicos que habían decidido pasarlo por alto.
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Nunca tuve mucho dinero, pero eso no me había preocupado jamás. Renée me
había criado con el sueldo de una maestra de guardería, y tampoco Charlie se estaba
forrando con el suyo, precisamente, siendo jefe de policía de una localidad pequeña
como Forks. Mi único ingreso personal procedía de los tres días a la semana que
trabajaba en la tienda local de productos deportivos. Era afortunada al tener un
trabajo en un lugar tan minúsculo como aquél. Destinaba cada centavo que ganaba a
mi microscópico fondo para la universidad. En realidad, la universidad era el plan B,
porque aún no había perdido las esperanzas depositadas en el plan A, aunque
Edward se había puesto tan inflexible con lo de que yo continuara siendo humana
que...
Edward tenía un montón de dinero, ni siquiera quería pensar en la cantidad
total. El dinero casi carecía de significado para él y el resto de los Cullen. Según ellos,
solamente era algo que se acumula cuando tienes tiempo ilimitado y una hermana
con la asombrosa habilidad de predecir pautas en el mercado de valores. Edward no
parecía entender por qué le ponía objeciones a que gastara su dinero conmigo, es
decir, por qué me incomodaba que me llevara a un restaurante caro de Seattle y no
podía regalarme un coche que alcanzara velocidades superiores a los ochenta
kilómetros por hora, o incluso por qué no podía pagarme la matrícula de la
universidad. Tenía un entusiasmo realmente ridículo por el plan B. Edward creía que
yo estaba poniendo trabas sin necesidad.
Pero ¿cómo le iba a dejar que me diera nada cuando yo no tenía con qué
corresponderle? Él, por alguna razón incomprensible, quería estar conmigo.
Cualquier cosa que me diera, además de su compañía, aumentaba aún más el
desequilibrio entre nosotros.
Conforme fue avanzando el día, ni Edward ni Alice volvieron a sacar el tema de
mi cumpleaños, y comencé a relajarme un poco.
Nos sentamos en nuestro lugar de siempre a la hora del almuerzo.
Existía alguna extraña clase de tregua en esa mesa. Nosotros tres —Edward,
Alice y yo— nos sentábamos en el extremo sur de la misma. Ahora que los hermanos
Cullen más mayores y amedrentadores —por lo menos en el caso de Emmett— se
habían graduado, Alice y Edward ya no intimidaban demasiado y no nos
sentábamos solos. Mis otros amigos, Mike y Jessica —que estaban en la incómoda
fase de amistad posterior a la ruptura—, Angela y Ben —cuya relación había
sobrevivido al verano—, Eric, Conner, Tyler y Lauren —aunque esta última no
entraba realmente en la categoría de amiga— se sentaban todos en la misma mesa,
pero al otro lado de una línea invisible. Esa línea se disolvía en los días soleados,
cuando Edward y Alice evitaban acudir a clase; entonces la conversación se
generalizaba sin esfuerzo hasta hacerme partícipe.
Ni Edward ni Alice encontraban este ligero ostracismo ofensivo ni molesto,
como le hubiera ocurrido a cualquiera. De hecho, apenas lo notaban. La gente
siempre se sentía extrañamente mal e incómoda con los Cullen, casi atemorizada por
alguna razón que no era capaz de explicar. Yo era una rara excepción a esa regla.
Algunas veces Edward se molestaba por lo cómoda que me sentía en su cercanía.
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Pensaba que eso no le convenía a mi salud, una opinión que yo rechazaba de plano
en cuanto él la formulaba con palabras.
La sobremesa pasó deprisa. Terminaron las clases y Edward me acompañó al
coche, como de costumbre, pero esta vez me abrió la puerta del copiloto. Alice debía
de haberse llevado su coche a casa para que él pudiera evitar que yo consiguiera
escabullirme.
Crucé los brazos y no hice ademán de guarecerme de la lluvia.
—¿Es mi cumpleaños y ni siquiera puedo conducir?
—Me comporto como si no fuera tu cumpleaños, tal y como tú querías.
—Pues si no es mi cumpleaños, no tengo que ir a tu casa esta noche...
—Muy bien —cerró la puerta del copiloto y pasó a mi lado para abrir la puerta
del conductor—. Feliz cumpleaños.
—Calla —mascullé con poco entusiasmo. Entré por la puerta abierta, deseando
que él hubiera optado por la otra posibilidad.
Mientras yo conducía, Edward jugueteó con la radio sin dejar de sacudir la
cabeza con abierto descontento.
—Tu radio se oye fatal.
Puse cara de pocos amigos. No me gustaba que empezara a criticar el coche.
Estaba muy bien y además tenía personalidad.
—¿Quieres un estéreo que funcione bien? Pues conduce tu propio coche —los
planes de Alice me ponían tan nerviosa que empeoraban mi estado de ánimo, ya de
por sí sombrío, y las palabras me salieron con más brusquedad de la pretendida.
Nunca exponía a Edward a mi mal genio, y el tono de mi voz le hizo apretar los
labios para que no se le escapara una sonrisa.
Se volvió para tomar mi rostro entre sus manos cuando aparqué frente a la casa
de Charlie. Me tocó con mucho cuidado, paseando las puntas de sus dedos por mis
sienes, mis pómulos y la línea de la mandíbula. Como si yo fuera algo que pudiera
romperse con facilidad. Lo cual era exactamente el caso, al menos en comparación
con él.
—Deberías estar de un humor estupendo, hoy más que nunca —susurró. Su
dulce aliento se deslizó por mi rostro.
—¿Y si no quiero estar de buen humor? —pregunté con la respiración
entrecortada.
Sus ojos dorados ardieron con pasión.
—Pues muy mal.
Empezaba a sentirme confusa cuando se inclinó sobre mí y apretó sus labios
helados contra los míos. Tal como él pretendía, sin duda, olvidé todas mis
preocupaciones, y me concentré en recordar cómo se inspiraba y espiraba.
Su boca se detuvo sobre la mía, fría, suave y dulce, hasta que deslicé mis brazos
en torno a su cuello y me lancé a besarle con algo más que simple entusiasmo. Sentí
cómo sus labios se curvaban hacia arriba cuando se apartó de mi cara y se alzó para
deshacer mi abrazo.
Edward había establecido con cuidado los límites exactos de nuestro contacto
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físico a fin de mantenerme viva. Aunque yo respetaba la necesidad de guardar una
distancia segura entre mi piel y sus dientes ponzoñosos y afilados como navajas,
tendía a olvidar esas trivialidades cuando me besaba.
—Pórtate bien, por favor —suspiró contra mi mejilla. Presionó sus labios contra
los míos una vez más y se apartó definitivamente de mí, obligándome a cruzar los
brazos sobre mi estómago.
El pulso me atronaba los oídos. Me puse una mano en el corazón. Palpitaba
enloquecido.
—¿Crees que esto mejorará algún día? —me pregunté, más a mí misma que a
él—. ¿Alguna vez conseguiré que el corazón deje de intentar saltar fuera de mi pecho
cuando me tocas?
—La verdad, espero que no —respondió, un poco pagado de sí mismo.
Puse los ojos en blanco.
—Anda, vamos a ver cómo los Capuletos y los Montescos se destrozan unos a
otros, ¿vale?
—Tus deseos son órdenes para mí.
Edward se repatingó en el sofá mientras yo ponía la película, pasando rápido
los créditos del principio. Me envolvió la cintura con sus brazos y me reclinó contra
su pecho cuando me senté junto a él en el borde del sofá. No era exactamente tan
cómodo como un cojín, pero yo lo prefería con diferencia. Su pecho era frío y duro,
aunque perfecto, como una escultura de hielo. Tomó la manta de punto que
descansaba, doblada, sobre el respaldo del sofá y me envolvió con ella para que no
me congelara al contacto de su cuerpo.
—¿Sabes?, Romeo no me cae nada bien —comentó cuando empezó la película.
—¿Y qué le pasa a Romeo? —le pregunté, un poco molesta. Era uno de mis
personajes de ficción favoritos. Creo que hasta estaba un poco enamorada de él hasta
que conocí a Edward.
—Bien, en primer lugar, está enamorado de esa Rosalinda, ¿no te parece que es
un poco voluble? Y luego, unos pocos minutos después de su boda, mata al primo de
Julieta. No es precisamente un rasgo de brillantez. Acumula un error tras otro.
¿Habría alguna otra manera más completa de destruir su felicidad?
Suspiré.
—¿Quieres que la vea yo sola?
—No, de todos modos, yo estaré mirándote a ti la mayor parte del rato —sus
dedos se deslizaron por mi piel trazando formas, poniéndome la carne de gallina—.
¿Te vas a poner a llorar?
—Probablemente —admití—. Si estás pendiente de mí todo el rato.
—Entonces no te distraeré —pero sentí sus labios contra mi pelo y eso me
distrajo bastante.
La película captó mi interés a ratos, gracias en buena parte a que Edward me
susurraba los versos de Romeo al oído, con su irresistible voz aterciopelada, que
convertía la del actor en un sonido débil y basto en comparación. Y claro que lloré,
para su diversión, cuando Julieta se despierta y encuentra a su reciente esposo
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muerto.
—He de admitir que le tengo una especie de envidia —dijo Edward secándome
las lágrimas con un mechón de mi propio pelo.
—Ella es muy guapa.
Él hizo un sonido de disgusto.
—No le envidio la chica, sino la facilidad para suicidarse —aclaró con tono de
burla—. ¡Para vosotros, los humanos, es tan sencillo! Todo lo que tenéis que hacer es
tragaros un pequeño vial de extractos de plantas...
—¿Qué? —inquirí con un grito ahogado.
—Es algo que tuve que plantearme una vez, y sé por la experiencia de Carlisle
que no es nada sencillo. Ni siquiera estoy seguro de cuántas maneras de matarse
probó Carlisle al principio, cuando se dio cuenta de en qué se había convertido... —
su voz, que se había tornado mucho más seria, se volvió ligera otra vez—. Y no cabe
duda de que sigue con una salud excelente.
Me retorcí para poder leer su expresión.
—¿De qué estás hablando? —quise saber—. ¿Qué quieres decir con eso de que
tuviste que planteártelo una vez?
—La primavera pasada, cuando tú casi... casi te mataron... —hizo una pausa
para inspirar profundamente, luchando por volver al tono socarrón de antes—. Claro
que estaba concentrado en encontrarte con vida, pero una parte de mi mente estaba
elaborando un plan de emergencia por si las cosas no salían bien. Y como te decía, no
es tan fácil para mí como para un humano.
Los recuerdos de mi último viaje a Phoenix me embargaron y durante un
segundo sentí cierto vértigo. Aún conservaba en mi memoria, con total nitidez, el sol
cegador y las oleadas de calor procedentes del asfalto mientras corría a toda prisa y
con ansiedad al encuentro del sádico vampiro que quería torturarme hasta la muerte.
James me esperaba en la habitación de los espejos con mi madre como rehén, o eso
suponía yo. No supe hasta más tarde que todo era una treta. Lo que tampoco sabía
James es que Edward se apresuraba a salvarme. Lo consiguió a tiempo, pero por muy
poco. De manera inconsciente, mis dedos se deslizaron por la cicatriz en forma de
media luna de mi mano, siempre a varios grados por debajo de la temperatura del
resto de mi piel.
Sacudí la cabeza, como si con eso pudiera deshacerme de todos los malos
recuerdos e intenté comprender lo que Edward quería decir, mientras sentía un
incómodo peso en el estómago.
—¿Un plan de emergencia? —repetí.
—Bueno, no estaba dispuesto a vivir sin ti —puso los ojos en blanco como si eso
resultara algo evidente hasta para un niño—. Aunque no estaba seguro sobre cómo
hacerlo. Tenía claro que ni Emmett ni Jasper me ayudarían..., así que pensé que lo
mejor sería marcharme a Italia y hacer algo que molestara a los Vulturis.
No quería creer que hablara en serio, pero sus ojos dorados brillaban de forma
inquietante, fijos en algo lejano en la distancia, como si contemplara las formas de
terminar con su propia vida. De pronto, me puse furiosa.
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—¿Qué es un Vulturis? —inquirí.
—Son una familia —contestó con la mirada ausente—, una familia muy antigua
y muy poderosa de nuestra clase. Es lo más cercano que hay en nuestro mundo a la
realeza, supongo. Carlisle vivió con ellos algún tiempo durante sus primeros años, en
Italia, antes de venir a América. ¿No recuerdas la historia?
—Claro que me acuerdo.
Nunca podría olvidar la primera vez que visité su casa, la enorme mansión
blanca escondida en el bosque al lado del río, o la habitación donde Carlisle —el
padre de Edward en tantos sentidos reales— tenía una pared llena de pinturas que
contaban su historia personal. El lienzo más vívido, el de colores más luminosos y
también el más grande, procedía de la época que Carlisle había pasado en Italia.
Naturalmente que me acordaba del sereno cuarteto de hombres, cada uno con el
rostro exquisito de un serafín, pintados en la más alta de las balconadas, observando
la espiral caótica de colores. Aunque la pintura se había realizado hacía siglos,
Carlisle, el ángel rubio, permanecía inalterable. Y recuerdo a los otros tres, los
primeros conocidos de Carlisle. Edward nunca había utilizado la palabra Vulturis
para referirse al hermoso trío, dos con el pelo negro y uno con el cabello blanco como
la nieve. Los llamó Aro, Cayo y Marco, los mecenas nocturnos de las artes.
—De cualquier modo, lo mejor es no irritar a los Vulturis —continuó Edward,
interrumpiendo mi ensoñación—. No a menos que desees morir, o lo que sea que
nosotros hagamos —su voz sonaba tan tranquila que parecía casi aburrido con la
perspectiva.
Mi ira se transformó en terror. Tomé su rostro marmóreo entre mis manos y se
lo apreté fuerte.
—¡Nunca, nunca vuelvas a pensar en eso otra vez! ¡No importa lo que me
ocurra, no te permito que te hagas daño a ti mismo!
—No te volveré a poner en peligro jamás, así que eso es un punto indiscutible.
—¡Ponerme en peligro! ¿Pero no estábamos de acuerdo en que toda la mala
suerte es cosa mía? —estaba enfadándome cada vez más—. ¿Cómo te atreves a
pensar en esas cosas? —la idea de que Edward dejara de existir, incluso aunque yo
estuviera muerta, me producía un dolor insoportable.
—¿Qué harías tú si las cosas sucedieran a la inversa? —preguntó.
—No es lo mismo.
Él no parecía comprender la diferencia y se rió entre dientes.
—¿Y qué pasa si te ocurre algo? —me puse pálida sólo de pensarlo—. ¿Querrías
que me suicidara?
Un rastro de dolor surcó sus rasgos perfectos.
—Creo que veo un poco por dónde vas... sólo un poco —admitió—. Pero ¿qué
haría sin ti?
—Cualquier cosa de las que hicieras antes de que yo apareciera para
complicarte la vida.
Suspiró.
—Tal como lo dices, suena fácil.
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—Seguro que lo es. No soy tan interesante, la verdad.
Parecía a punto de rebatirlo, pero lo dejó pasar.
—Eso es discutible —me recordó.
Repentinamente, se incorporó adoptando una postura más formal,
colocándome a su lado de modo que no nos tocáramos.
—¿Charlie? —aventuré.
Edward sonrió. Poco después escuché el sonido del coche de policía al entrar
por el camino. Busqué y tomé su mano con firmeza, ya que mi padre bien podría
tolerar eso.
Charlie entró con una caja de pizza en las manos.
—Hola, chicos —me sonrió—. Supuse que querrías tomarte un respiro de
cocinar y fregar platos el día de tu cumpleaños. ¿Hay hambre?
—Está bien. Gracias, papá.
Charlie no hizo ningún comentario sobre la aparente falta de apetito de
Edward. Estaba acostumbrado a que no cenara con nosotros.
—¿Le importaría si me llevo a Bella esta tarde? —preguntó Edward cuando
Charlie y yo terminamos.
Miré a Charlie con rostro esperanzado. Quizás él tuviera ese tipo de concepto
de cumpleaños que consiste en «quedarse en casa», en plan familiar. Éste era mi
primer cumpleaños con él, el primer cumpleaños desde que mi madre, Renée,
volviera a casarse y se hubiera ido a vivir a Florida, de modo que no sabía qué
expectativas tendría él.
—Eso es estupendo, los Mariner juegan con los Fox esta noche —explicó
Charlie, y mi esperanza desapareció—, así que seguramente seré una mala
compañía... Toma —sacó la cámara que me había comprado por sugerencia de Renée
(ya que necesitaría fotos para llenar mi álbum) y me la lanzó.
Él debería haber sabido mejor que nadie que yo no era ninguna maravilla de
coordinación de movimientos. La cámara saltó de entre mis dedos y cayó dando
vueltas hacia el suelo. Edward la atrapó en el aire antes de que se estampara contra el
linóleo.
—Buena parada —remarcó Charlie—. Si han organizado algo divertido esta
noche en casa de los Cullen, Bella, toma algunas fotos. Ya sabes cómo es tu madre,
estará esperando verlas casi al mismo tiempo que las vayas haciendo.
—Buena idea, Charlie —dijo Edward mientras me devolvía la cámara.
Volví la cámara hacia él y le hice la primera foto.
—Va bien.
—Estupendo. Oye, saluda a Alice de mi parte. Lleva tiempo sin pasarse por
aquí —Charlie torció el gesto.
—Sólo han pasado tres días, papá —le recordé. Charlie estaba loco por Alice. Se
encariñó con ella la última primavera, cuando me estuvo ayudando en mi difícil
convalecencia; Charlie siempre le estaría agradecido por salvarle del horror de
ayudar a ducharse a una hija ya casi adulta—. Se lo diré.
—Que os divirtáis esta noche, chicos —eso era claramente una despedida.
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Charlie ya se iba camino del salón y de la televisión.
Edward sonrió triunfante y me tomó de la mano para dirigirnos hacia la cocina.
Cuando fuimos a buscar mi coche, me abrió la puerta del copiloto y esta vez no
protesté. Todavía me costaba mucho trabajo encontrar el camino oculto que llevaba a
su casa en la oscuridad.
Edward condujo hacia el norte, hacia las afueras de Forks, visiblemente irritado
por la escasa velocidad a la que le permitía conducir mi prehistórico Chevrolet. El
motor rugía incluso más fuerte de lo habitual mientras intentaba ponerlo a más de
ochenta.
—Tómatelo con calma —le advertí.
—¿Sabes qué te gustaría un montón? Un precioso y pequeño Audi Coupé.
Apenas hace ruido y tiene mucha potencia...
—No hay nada en mi coche que me desagrade. Y hablando de caprichos caros,
si supieras lo que te conviene, no te gastarías nada en regalos de cumpleaños.
—Ni un centavo —dijo con aspecto recatado.
—Muy bien.
—¿Puedes hacerme un favor?
—Depende de lo que sea.
Suspiró y su dulce rostro se puso serio.
—Bella, el último cumpleaños real que tuvimos nosotros fue el de Emmett en
1935. Déjanos disfrutar un poco y no te pongas demasiado difícil esta noche. Todos
están muy emocionados.
Siempre me sorprendía un poco cuando se refería a ese tipo de cosas.
—Vale, me comportaré.
—Probablemente debería avisarte de que...
—Bien, hazlo.
—Cuando digo que todos están emocionados... me refiero a todos ellos.
—¿Todos? —me sofoqué—. Pensé que Emmett y Rosalie estaban en África.
El resto de Forks tenía la sensación de que los retoños mayores de los Cullen se
habían marchado ese año a la universidad, a Dartmouth, pero yo tenía más
información.
—Emmett quería estar aquí.
—Pero... ¿y Rosalie?
—Ya lo sé, Bella. No te preocupes, ella se comportará lo mejor posible.
No contesté. Como si yo simplemente pudiera no preocuparme, así de fácil. A
diferencia de Alice, la otra hermana «adoptada» de Edward, la exquisita Rosalie con
su cabello rubio dorado, no me estimaba mucho. En realidad, lo que sentía era algo
un poco más fuerte que el simple desagrado. Por lo que a Rosalie se refería, yo era
una intrusa indeseada en la vida secreta de su familia.
Me sentía terriblemente culpable por la situación. Ya me había dado cuenta de
que la prolongada ausencia de Emmett y Rosalie era por mi causa, a pesar de que, sin
reconocerlo abiertamente, estaba encantada de no tener que verla. A Emmett, el
travieso hermano de Edward, sí que le echaba de menos. En muchos sentidos, se
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parecía a ese hermano mayor que yo siempre había querido tener..., sólo que era
mucho, mucho más amedrentador.
Edward decidió cambiar de tema.
—Así que, si no me dejas regalarte el Audi, ¿no hay nada que quieras por tu
cumpleaños?
Mis palabras salieron en un susurro.
—Ya sabes lo que quiero.
Un profundo ceño hizo surgir arrugas en su frente de mármol. Era evidente que
hubiera preferido continuar con el tema de Rosalie.
Parecía que aquel día no hiciéramos nada más que discutir.
—Esta noche, no, Bella. Por favor.
—Bueno, quizás Alice pueda darme lo que quiero.
Edward gruñó; era un sonido profundo y amenazante.
—Este no va a ser tu último cumpleaños, Bella —juró.
—¡Eso no es justo!
Creo que pude oír cómo le rechinaban los dientes.
Estábamos a punto de llegar a la casa. Las luces brillaban con fuerza en las
ventanas de los dos primeros pisos. Una larga línea de relucientes farolillos de papel
colgaba de los aleros del porche, irradiando un sutil resplandor sobre los enormes
cedros que rodeaban la casa. Grandes maceteros de flores —rosas de color rosáceo—
se alineaban en las amplias escaleras que conducían a la puerta principal.
Gemí.
Edward inspiró profundamente varias veces para calmarse.
—Esto es una fiesta —me recordó—. Intenta ser comprensiva.
—Seguro —murmuré.
Él dio la vuelta al coche para abrirme la puerta y me ofreció su mano.
—Tengo una pregunta.
Esperó con cautela.
—Si revelo esta película —dije mientras jugaba con la cámara entre mis
manos—, ¿aparecerás en las fotos?
Edward se echó a reír. Me ayudó a salir del coche, me arrastró casi por las
escaleras y todavía estaba riéndose cuando me abrió la puerta.
Todos nos esperaban en el enorme salón de color blanco. Me saludaron con un
«¡Feliz cumpleaños, Bella!», a coro y en voz alta, cuando atravesé la puerta. Enrojecí y
clavé la mirada en el suelo. Alice, supuse que había sido ella, había cubierto cada
superficie plana con velas rosadas y había docenas de jarrones de cristal llenos con
cientos de rosas. Cerca del gran piano de Edward había una mesa con un mantel
blanco, sobre el cual estaba el pastel rosa de cumpleaños, más rosas, una pila de
platos de cristal y un pequeño montón de regalos envueltos en papel plateado.
Era cien veces peor de lo que había imaginado.
Edward, al notar mi incomodidad, me pasó un brazo alentador por la cintura y
me besó en lo alto de la cabeza.
Los padres de Edward, Esme y Carlisle —jóvenes hasta lo inverosímil y tan
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encantadores como siempre— eran los que estaban más cerca de la puerta. Esme me
abrazó con cuidado y su pelo suave del color del caramelo me rozó la mejilla cuando
me besó en la frente. Entonces, Carlisle me pasó el brazo por los hombros.
—Siento todo esto, Bella —me susurró en un aparte—. No hemos podido
contener a Alice.
Rosalie y Emmett estaban detrás de ellos. Ella no sonreía, pero al menos no me
miraba con hostilidad. El rostro de Emmett se ensanchó en una gran sonrisa. Habían
pasado meses desde la última vez que los vi; había olvidado lo gloriosamente bella
que era Rosalie, tanto, que casi dolía mirarla. Y Emmett siempre había sido tan...
¿grande?
—No has cambiado en nada —soltó Emmett con un tono burlón de
desaprobación—. Esperaba alguna diferencia perceptible, pero aquí estás, con la cara
colorada como siempre.
—Muchísimas gracias, Emmett —le agradecí mientras enrojecía aún más.
Él se rió.
—He de salir un minuto —hizo una pausa para guiñar teatralmente un ojo a
Alice—. No hagas nada divertido en mi ausencia.
—Lo intentaré.
Alice soltó la mano de Jasper y saltó hacia mí, con todos sus dientes brillando
en la viva luz. Jasper también sonreía, pero se mantenía a distancia. Se apoyó, alto y
rubio, contra la columna, al pie de las escaleras. Durante los días que habíamos
pasado encerrados juntos en Phoenix, pensé que había conseguido superar su
aversión por mí, pero volvía a comportarse conmigo exactamente del mismo modo
que antes, evitándome todo lo que podía, en el momento en que se vio libre de su
obligación de protegerme. Sabía que no era nada personal, sólo una precaución y yo
intentaba no mostrarme susceptible con el tema. Jasper tenía más problemas que los
demás a la hora de someterse a la dieta de los Cullen; el olor de la sangre humana le
resultaba mucho más irresistible a él que a los demás, a pesar de que llevaba mucho
tiempo intentándolo.
—Es la hora de abrir los regalos —declaró Alice. Pasó su mano fría bajo mi codo
y me llevó hacia la mesa donde estaban la tarta y los envoltorios plateados.
Puse mi mejor cara de mártir.
—Alice, ya sabes que te dije que no quería nada...
—Pero no te escuché —me interrumpió petulante—. Ábrelos.
Me quitó la cámara de las manos y en su lugar puso una gran caja cuadrada y
plateada. Era tan ligera que parecía vacía. La tarjeta de la parte superior decía que era
de Emmett, Rosalie y Jasper. Casi sin saber lo que hacía, rompí el papel y miré por
debajo, intentando ver lo que el envoltorio ocultaba.
Era algún instrumento electrónico, con un montón de números en el nombre.
Abrí la caja, esperando descubrir lo que había dentro, pero en realidad, la caja estaba
vacía.
—Mmm... gracias.
A Rosalie se le escapó una sonrisa. Jasper se rió.
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—Es un estéreo para tu coche —explicó—. Emmett lo está instalando ahora
mismo para que no puedas devolverlo.
Alice siempre iba un paso por delante de mí.
—Gracias, Jasper, Rosalie —les dije mientras sonreía al recordar las quejas de
Edward sobre mi radio esa misma tarde; al parecer, todo era una puesta en escena—.
Gracias, Emmett —añadí en voz más alta.
Escuché su risa explosiva desde mi coche y no pude evitar reírme también.
—Abre ahora el de Edward y el mío —dijo Alice, con una voz tan excitada que
había adquirido un tono agudo. Tenía en la mano un paquete pequeño, cuadrado y
plano.
Me volví y le lancé a Edward una mirada de basilisco.
—Lo prometiste.
Antes de que pudiera contestar, Emmett apareció en la puerta.
—¡Justo a tiempo! —alardeó y se colocó detrás de Jasper, que se había acercado
más de lo habitual para poder ver mejor.
—No me he gastado un centavo —me aseguró. Me apartó un mechón de pelo
de la cara, dejándome en la piel un leve cosquilleo con su contacto.
Aspiré profundamente y me volví hacia Alice.
—Dámelo —suspiré.
Emmett rió entre dientes con placer.
Tomé el pequeño paquete, dirigiendo los ojos a Edward mientras deslizaba el
dedo bajo el filo del papel y tiraba de la tapa.
—¡Maldita sea! —murmuré, cuando el papel me cortó el dedo. Lo alcé para
examinar el daño. Sólo salía una gota de sangre del pequeño corte.
Entonces, todo pasó muy rápido.
—¡No! —rugió Edward.
Se arrojó sobre mí, lanzándome contra la mesa. Las dos nos caímos, tirando al
suelo el pastel y los regalos, las flores y los platos. Aterricé en un montón de cristales
hechos añicos.
Jasper chocó contra Edward y el sonido pareció el golpear de dos rocas.
También hubo otro ruido, un gruñido animal que parecía proceder de la
profundidad del pecho de Jasper. Éste intentó empujar a Edward a un lado y sus
dientes chasquearon a pocos centímetros de su rostro.
Al segundo siguiente, Emmett agarraba a Jasper desde detrás, sujetándolo con
su abrazo de hierro, pero Jasper se debatía desesperadamente, con sus ojos salvajes,
de expresión vacía fijos exclusivamente en mí.
No sólo estaba en estado de shock, sino que también sentía pena. Caí al suelo
cerca del piano, con los brazos extendidos de forma instintiva para parar mi caída
entre los trozos irregulares de cristal. Justo en aquel momento sentí un dolor agudo y
punzante que me subió desde la muñeca hasta el pliegue del codo.
Aturdida y desorientada, miré la brillante sangre roja que salía de mi brazo y
después a los ojos enfebrecidos de seis vampiros repentinamente hambrientos.